Hacia el interior

Reseña de Eduardo Moga

[Juan Luis Calbarro, Sazón de los barrancos, Cáceres, Diputación Provincial, 2006, 75 pp.]

Juan Luis Calbarro (Zamora, 1966) no es un neófito en poesía. En los 90 publicó Trébol, en colaboración con Julio Marinas, y las plaquettes Elegía sajona y Circunstancias de la metamorfosis. Sin embargo, para quien conozca estas entregas aurorales, su primer libro mayor, Sazón de los barrancos, resultará una sorpresa.

Frente a la pulcritud y racionalidad de sus poemas iniciales, nítidamente deudores de la entonces boyante poesía de la experiencia, las composiciones de Sazón de los barrancos dibujan un panorama fantasioso, desarticulado, a ratos estupefaciente. Cabría incluso decir que las impregna un cierto aire dadaísta, de líneas truncas, ramificaciones desmelenadas y asociaciones insólitas. Los frecuentes excursos, contenidos en paréntesis, salpican los poemas de oquedades, que el lector ha de salvar mediante brincos ilativos o contorsiones lógicas; y este tránsito ajetreado por sus sucesivos taludes refuerza la sensación de desconyuntamiento. He dicho que muchas de las imágenes digresivas que contienen los poemas se cobijan en paréntesis. El mecanismo se radicaliza tanto que alguno hay que aparece, entero, entre corchetes, como «Una reacción como otra cualquiera»: «[Cuando cayó en la cuenta / de que el pájaro había renegado / de aquella jerarquía, de aquella / sacrosanta / legislación, / apostó por improvisar, / para aliviar la ligera sobrecarga. / Hubo matanza, sí. / Y un sindicato nuevo para pájaros]». Sin embargo, estas pulsiones irracionales lo son sólo en apariencia, porque un lenguaje exacto, aún más, matemático, ancla los textos a un suelo significativo del que Calbarro ha dragado el limo y barrido la hojarasca.

Las palabras de Sazón de los barrancos parecen siempre férreamente encajadas en su celdilla, en el lugar preciso que les corresponde, dentro del engranaje multívoco que es el poema. Lo alucinado y lo minucioso se dan la mano de continuo en el libro: cierta pétrea consistencia presupone una jerarquía eclesial; el culto del árbol de las bellotas de oro acarrea el caos monetario; golpear un clavicordio nada tiene que ver con la jactancia juvenil de un lince. Llama la atención la presencia de constantes voces técnico-científicas, un rasgo que cabe definir como posmoderno, pero que acaso obedezca también al gusto del autor por la economía expresiva, por un lenguaje en el que cada término significa sólo lo que significa, y que en esa precisión semántica cifra, paradójicamente, su máxima amplitud y su máxima voluptuosidad. Se nota que a Calbarro le agrada la música de las palabras y, sobre todo, el chasquido que producen, como un machihembrado perfecto, al aplicarse a la realidad exacta que designan.

Distinto es que esa realidad se haga coincidir en el poema con otras remotas o incompatibles, y que de este inusual maridaje surjan chispazos desaforados. En Sazón de los barrancos hallamos términos como morfología, inflamación, cervical, molecular, lepidóptero, criptorquidia, córvido, calorimetría, albinismo, paludismo, farmacéutico, metonimia, coleóptero, médula espinal, tejido gástrico. Dos polos semánticos los imantan: por un lado, lo móvil, lo aéreo; por otro, la tierra o lo unido a ella, esto es, lo geológico y quieto, en lo que quizá sea una metáfora del conflicto existencial –entre apasionamiento y razón, entre vuelo y sistema, entre libertad y muerte– que aflige al poeta. Del primero son símbolos los pájaros e insectos, huéspedes habituales de los poemas; del segundo, las no menos frecuentes referencias vegetales y minerales: aguacates, laureles, bígaros, herbazales, silicatos, uranita, sulfato de cal, rocas meteóricas. También afloran los minerales del cuerpo, los huesos, en un trasunto humanizador de esa pugna velada entre lo fijo y lo celeste; una lucha encapsulada a veces en trepidaciones violentas: «la previsible carga de las bestias / no permite otra opción que / la castración en directo». Ambos polos, sin embargo, están en perfecta rotación: se mueven, oscilan, permutan sus posiciones. Muchos poemas aluden a esa disposición cinética, y mecanismos de toda índole simbolizan la fluctuación y la órbita: «Estas vértebras, / como sucios engranajes de una máquina / destinada a simular equidad / en un contexto mafioso o incluso eclesiástico, / (...) nos hieren en nuestra capacidad trepadora, / en cada medida de las vibraciones...». Pero, como revela el extraordinario poema «Antiguas contradicciones (y II)», el movimiento esencial de Sazón de los barrancos es un movimiento horadante, hacia el núcleo: la trayectoria centrípeta de alguien que mira a su interior y descubre que lo microscópico y lo mayúsculo, que el yo y el cosmos, no son sino formas distintas de un mismo latido, jubiloso y desconcertado.

[Quimera, núm. 273, julio-agosto de 2006, p. 109; reproducido en Eduardo Moga,
Lecturas nómadas, Canet de Mar (Barcelona): Editorial Candaya, 2007, pp. 33-35.]